Un día gris.




... Los fantasma de la mansión llamaban a Esperanza. En el salón, el mueblebar la reclamaba, ese mueble que albergaba botellas que ella había vaciado, en esos tiempos en el que el reloj no era de arena, sino de alcohol. Había olvidado momentos y recordaba otros que quisiera haberlos dejado en ese cajón donde guardamos lo que no nos gusta rememorar.
—«Por qué le costaba tanto dejar atrás aquello, por qué había regresado. Ya lo decía Joaquín Sabina: “que al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver”. ¿Había sido feliz?» —se preguntaba. Volvió a echar la vista atrás y se dio cuenta que hubo momentos que sí, pero habían sido escasos.
Se sentó en ese porche que guardaban eso mejores momentos y vino a su mente la imagen de la casa de la playa. Ya no quedaba esa casa de la playa. Tenía miedo de volver a esa playa, aunque al mismo tiempo fue ahí donde vio por última vez a su madre, quizá si se acercaba volvería a estar con ella, con sus recuerdos, pero también estaban esos otros momentos, esos de los que quería huir.
—¡Huir! —se repitió en voz alta—. «Como si eso fuera posible. Uno no huye de su pasado. Uno no puede escapar de lo que fue, te persigue el resto de tu vida, como si fuera tu sombra, que aunque no la veas, está siempre ahí y forma parte de lo que eres y de lo que serás».
—¿Decías algo, Espe? —le decía un Gari somnoliento. Se iba colocando las gafas, al tiempo que se peinaba con la mano. La noche había sido larga. No había podido dormir bien. Esas pesadillas recurrentes le perseguían desde que había llegado. No le había hablado de ello a Esperanza, no le daba importancia, como tampoco le había contado que Lorena, su mujer, le había llamado. Al principio estuvo tentado en no coger, pero lo hizo.
—Buenos días, Gari. Nada, estaba pensando en voz alta. ¿Quieres un café? Me estoy preparando uno. Te vendrá bien.
—Perfecto.
—Poca leche y muy caliente —le dijo señalándole con el dedo.
Gari le señaló a su vez al tempo que se dejaba caer sobre el sillón sin patas del porche.
Gari cogió la humeante taza que Esperanza le ofreció. La olió mientras cerraba los ojos. Le encantaba oler el café recién hecho, así como el tacto de la taza caliente en sus dedos.
—Gracias, Espe. —Ella sonrió sin decir nada—. Hay algo que tengo que contarte.
—¿Tan grave es? —Esperanza soplaba el líquido negro. Desde que dejó la bebida se había acostumbrado a beberlo sin leche, necesitaba meterse algo fuerte cada mañana. Lo cierto es que se había vuelto una adicta al café.
—Es Lorena, me ha llamado.
—Lo sé, te escuché anoche. Por eso te digo. ¿Es tan grave?
Durante unos segundos se mantuvo callado. Agachó la cabeza como avergonzado.
—Se muere. Cáncer de hígado. No le queda mucho tiempo. —Esperanza seguía sin mirarle y lo único que fue capaz de hacer fue un movimiento afirmativo con la cabeza—. Compréndelo, Espe. Debo ir. Me gustaría estar presente cuando ocurra. Además… Me lo ha pedido y no me he podido negar.
—Debes ir. —Ahora le miraba con una sonrisa algo forzada—. Yo estaré bien.
—Gracias. —La besó—. Volveré. Te lo prometo.
—Si sucediera algo, por favor, llámame.
—Claro. —Le volvió a sonreír, pero estaba pensando que ya estaba ocurriendo algo, que por eso estaban ahí, y aunque a ella no le gustaba la idea, sabía, comprendía que él tenía que ir junto a su mujer—. No te preocupes, de verdad. Debes ir con ella y estar ahí cuando eso ocurra. Yo, además… Así haré alguna cosa por aquí, mientras tanto, me mantendré ocupada con la casa —volvió a mentir. No le apetecía nada limpiar esa mansión.
—De acuerdo. Voy a recoger alguna cosa y partiré sin demora.
—Está bien. Y ve con cuidado, por favor. —Se besaron y sintió un escalofrío. Algo dentro de ella, quizá su hermano, le dijo que no estaba bien. Que la oscuridad se acercaba y que sería conveniente que él estuviera cerca.
—«¿Y qué coño quieres, hermanito?» —le dijo ella a Aitor, su hermano, mentalmente—. «No puedo retenerle»—. Aitor no contestó. Él pocas veces lo hacía y cuando lo hacía no siempre lo hacía cuando y cómo debía.

La furgoneta escupió humo, saltó, se apagó, volvió a encenderse y petardeó hasta que finalmente revivió una vez más. Cada vez que la encendían pensaban que esa sería la última vez, pero siempre volvía a arrancar.
—Ve despacio, ¿de acuerdo? Y…
—Sí —le cortó él sabiendo lo que diría. Era una broma que siempre decían.
—Acuérdate de volver —dijeron los dos a un tiempo echándose a reír.
—Lo recordaré, mi vida.
—Venga, no me seas cursi —dijo ella poniendo cara de asco al tiempo que sonreía y metía los dedos en la boca haciendo como si vomitara. A ella no le gustaba que se llamaran por ciertos tipos de apelativos cariñosos, siempre le habían parecido cursis y tontos.
—Lo sé, por eso te lo digo. —Se dieron un largo beso y se despidieron.
Ella intuía que cuando se volvieran a ver la cosa habría cambiado, para bien o para mal. Él sentía lo mismo y temió no volver a estar con ella. Un escalofrió les recorrió la espalda y el día se les antojó triste y gris...

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