Tras la tormenta.




Era otoño, paseaba sin pensamientos, tras un verano de tristes días y amargas noches. El cielo parecía caerse, un relámpago alumbró el cielo, como si Dios hubiera inmortalizado ese momento. Un ramillete eléctrico cruzó el cielo de este a oeste, el sonido llegó casi al momento, así como ese olor a ozono. Dios estaba enfadado, el cielo parecía romperse. Creí que su cara asomaría de entre las nubes, imaginé una descomunal cabeza barbuda asomando entre ellas, pues el viento arreció, como si hubieran abierto una ventana, pero lo único que asomó fue la lluvia. Una gran cortina de agua cayó pesadamente sobre mí. No corrí, no podía, la maldita silla de ruedas se había atascado. Lo cierto es que esperaba algo más, esperaba que un rayo me fulminara, que no quedara de mí más que el recuerdo en la acera, carbonizado.
—¡¿Eso es todo?! —grité enfadado—. ¡¿Eso es todo lo que sabes hacer?!
Nadie respondió. Sonó un trueno mayor que el anterior, parecía que Dios se hubiera cabreado de verdad, pero no hubo más. La tormenta pasó igual que había venido.
Entonces la vi. 
Parecía dejarse llevar por el cálido viento y dulcemente posarse cual mariposa liviana y frágil. Sentí trepar por mi espalda un millar de hormigas, elevarse y escapar del tormento.
Recogía los frutos y los hacía florecer. Tomaba aire y retomando el vuelo acariciaba las nubes para que las gotas de la fina lluvia regaran su rostro.
De pronto frenó su paso. Miraba en mi dirección, pero no parecía verme. Fue cuando caí en la cuenta de que no podía. Se acercó despacio, parecía no querer asustarme. Me sonrió. No podía comprender por qué lo hacía. No podía entender cómo podía ser feliz.
—Buenos días —saludó. Su voz era música para mis oídos—. Gracias a Dios que te he encontrado.
—¿Cómo puedes dar gracias a Dios? —Seguía sin entender.
—Porque te he encontrado entre la tempestad.
—¿Me conoces?
—No, pero lo iremos haciendo. ¿Te empujo? Tú me dirás hacia dónde.

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