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Mostrando entradas de mayo, 2023

La vida le sonreía.

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La vida le sonreía, tenía una bonita casa en las afueras, piscina, un pequeño terreno donde pasaba algunos momentos libres cultivando en la huerta, una mujer a la que adoraba, ella había sido su gran apoyo, dos hijos que eran maravillosos, Ana de 23 años y ya independiente, Juan de 26, volaba solo hacía mucho y un trabajo que amaba. Nada podía ir mejor. Se levantó una mañana mirando al horizonte, ese día el amanecer estaba precioso, las estrellas aún titilaban en el oeste y por el este la tímida luz solar parecía querer asomar. La luna, casi llena, se mantenía en lo alto. ¿Era feliz? Se preguntaba, él pensaba que no se podía pedir más. Como respuesta dos gaviotas sobrevolaron la casa, para minutos después desaparecer en la lejanía. Un velero surcaba la mar dejándose llevar por el viento y un peregrino, camino de Santiago, le saludó. Miró a su casa con aire triste, su mujer miraba sonriente el móvil, él miró el suyo, un sinfín de mensajes urgentes lo esperaban. Lo apagó. Hab

Mala comunicación

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… Había llegado con tiempo a la consulta. Lunares, mi Gran Damnes, se estaba comportando de manera razonable, demasiado razonable para su manera de ser, diría yo. Se sentaba y se ponía de pie de manera automática, comenzaba a desesperarse. Los demás perros comenzaban a ladrar y pronto se convirtió en una sinfonía canina. Nadie salía de la consulta, llevábamos demasiado tiempo, el calor comenzaba a hacer mella en todos. La ayudante parecía avergonzada y nadie sabía nada. Comenzó un murmullo entre el público y si algo me pone nervioso es que la gente se queje y no actúe. Procuro permanecer al margen, entre otras cosas porque me conozco. El sudor empezaba a traspasar mi camisa recién comprada y Lunares se levantó de pronto, sin darme tiempo a reaccionar, su temperamento es igual que el mío, no avisa, actúa. Fue a la puerta de la consulta y de un manotazo la abrió, algo que aprendió a hacerlo desde cachorro. Y ahí estaban: Óscar, el veterinario, haciéndole el boca a boca a la m

Dos puntos de vista diferentes.

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... Martín se introducía, casi por completo,  en el contenedor. Sus pies colgaban y de vez en cuando salía para distribuir el contenido de las bolsas de basura y los reciclaba, efectuaba el trabajo que no hacía la gente en sus casas. De vez en cuando sacaba lo que le interesaba y se quedaba para él ciertas prendas de ropa o utensilios, y otras las distribuía entre otros sin techo. Esa noche la lluvia y el viento había sido muy intensa, y algunos contenedores se habían caído, era casi imposible hacerse con su contenido; en más de una ocasión fue a dar con su cuerpo en el suelo. María vio lo que sucedía y se apiadó de él, le ofreció su ayuda y entre los dos colocaron los contenedores y ayudó a Martín a recoger la basura. María le llevó un buen bol de caldo caliente, algo de fruta y un café. Le ofreció su tiempo con una buena charla hasta que el tiempo mejoró. —Gracias —le dijo Martín—, es usted una buena mujer. —Hay alguien en mi casa que no diría lo mismo —bromeó. Martín se

Seguro que hay una explicación.

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En un principio pensé que sería algo maravilloso, como tener una segunda oportunidad, pero la cosa se complicó y nunca más tuve otra oportunidad. Había ido a comprar unas flores para Marta, cuando al girar en la calle Del Ensanche, vi frente a la floristería, a la madre de Marta. Era atractiva, me imaginé a Marta con la edad de su madre; sería igual que ella. Estaba parada frente al escaparate, como atraída por algo, parecía querer irse, pero al segundo regresaba, me recordó a las polillas cuando son atraídas, una y otra vez por la luz. Pronto me di cuenta de que no era nada gracioso, estaba nerviosa. Me acerqué y la saludé. —Buenos días. Me miró como el que mira a un extraño. —No deberías estar aquí, Sam, ¿no tienes clase? —Hoy es festivo. ¿Se encuentra bien? —me atreví a preguntar. Era evidente que le sucedía algo. Su mano se aferraba a algo que ocultaba en el bolsillo, al principio pensé en un arma, pero entonces vi que se trataba de su móvil. Sus ojos parecían salirse d

Cuestión de ritmos.

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Hay lugares que los sientes y los masticas, el vello se te eriza y de forma instintiva te apartas de ese lugar; te repele, igual que dos imanes con la misma carga. Hay casas por las que no quieres pasar, y si lo haces tu imaginación es engullida como si fuera un agujero negro. No sabes por qué, pero la hierba no crece de forma normal y los arbustos lo hacen de manera desmesurada; a los árboles las hojas se le desprenden y las flores no se atreven a salir; la fauna desaparece y tan solo queda la casa, una casa gris y deforme en la que los fantasmas parecen vivir tristes y enfadados. Al pasar junto a ella te sientes mal y quieres pasar rápido, miras de reojo y en ocasiones ves algo, como una sombra; prefieres dar un rodeo y no pasar cerca. Yo me atreví. Me acerqué desafiando a la casa, la miré de frente, la dije que no la temía, que no era más que eso: una casa vieja y podrida, que nada podía hacerme. Pero el frío era intenso, y el sol desapareció, como si un eclipse la hubie

Una despedida

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… Corre y se refugia en el acantilado, cerca de la mar, donde el río cae en una interminable cascada hasta llegar al agua salada, dejando a su paso una cola de caballo que baña todo el monte que hay a su alrededor, incluido a Sam. Ahí, en un hueco entre las rocas, horadado por el agua, el viento y el tiempo. Se introduce en él y llega hasta un lugar donde la hierba crece alta y el horizonte se presenta ante él, infinito. Su cuerpo se relaja; cierra los ojos y abre los sentidos ante el mundo; se deja llevar y recuerda. Las imágenes vuelven a él: Ya no recordaba a su madre, apenas tenía la imagen de su cara, era un borrón en su memoria, pero dicen que los recuerdos no son personas, son lugares, olores, sensaciones, sonidos; y era eso lo que le quedaba de ella: ese olor a flores frescas en la ventana, el sol penetrando a través de los ventanales, mientras su madre le contaba un cuento, o le cantaba y él se dormía en su regazo. El aroma a legumbres que lo impregnaba todo; pesca

En el callejón.

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…La lluvia había cesado y el frío agua hacía que el calor se disipara.  Nos pilló desprevenidos, besándonos a escondidas en el callejón Iraola, tras la salida de emergencia del cine con el mismo nombre, donde la luz de su única farola nos hacía casi invisibles, tan solo el reflejo en la acera mojada y en los charcos nos alumbraba, cuando una pareja (eso era lo que yo creía por entonces, que éramos novios), está más indefensa. El chaval me amenazaba con su navaja Mariposa, la manipulaba en el aire para hacerme ver que sabía manejarla y que iba en serio. Yo miraba al suelo, siempre miro al suelo, y vi sus pies mojados que se reflejaban en un charco, devolviéndome una imagen distorsionada. Él parecía más nervioso que yo. Marta se tapaba la boca, el chico nos había advertido de no chillar. Lo cierto es que no me impresionaban las armas, igual que tampoco lo hacen ahora. Me dijo que levantara la cabeza y lo mirara. Eso hice. —Mira mi jeta, chaval, y recuérdala. —Sonreía, pero au