Cuaram Mèim. El soldado sin alma (IV).





—Señor —el soldado se postraba de rodillas ante Apolonio—, han regresado todos los soldados menos los cuatro que mandasteis al poblado de Selorio.
—Es ahí donde debéis buscar. Andad con cuidado. Escoged a media docena de los mejores soldados e id a buscar a vuestros compañeros. Interrogad a quién encontréis. Sin contemplaciones. Esos bastardos son capaces de esconderle y de mataros si os descuidáis.
Wilfredo recorrió el campo de entrenamiento. Buscaba soldados hábiles, valientes y grandes. Ese Celta era un gigante y si querían acabar con él, deberían ser soldados semejantes a ese monstruo.
Los soldados entrenaban con fuerza, incluso muchos salían heridos de los entrenamientos, pero Wilfredo no encontraba lo que buscaba, todos esos hombres, aunque fornidos y valientes no se acercaban a la estatura de Cyaram.
—Señor, creo que no encontrará aquí lo qué busca —Un hombre viejo y enjuto miraba a Wilfredo. Era pequeño y no parecía un soldado, más bien asemejaba un letrado, alguien que no parecía de fiar. Wilfredo había visto muchas veces, como los hombres de la política echaban a perder grandes batallas por sus intereses y no se fiaba de ninguno. Eran capaces de vender a su madre por una buena posición en un alto cargo o por dinero.
—¿Y qué sabe un político de la guerra en el campo de batalla? —Tan sólo realizó una pequeña mirada al chupasangres y la desvió para seguir observando como luchaban en la arena.
—No soy lo que piensa. Conozco a alguien que nos puede ayudar — Wilfredo miró, ahora sí, con interés al escuálido hombrecillo.
—Hablad. Os escucho.
—Mejor que se lo explique él. Acompañadme.
—Espero, por su propio bien, que no me haga perder tiempo —el hombre se limitó a sonreír y Wilfredo le siguió.
—Os presento a la guardia pretoriana. Los mejores soldados de Roma.
—No creo que sea buena idea. No me fío de los Celtas, lo sabes bien, pero menos me fio de los Pretorianos. Se creen los dueños  del mundo.
—¡Estoy aquí, viejo! Te estoy escuchando. Puede que no te fíes de mí, pero si de mi espada —dijo un soldado.
Wilfredo, sacó su espada.
—Antes de que consigas blandirla, si quiera, estarás muerto —de las brasas de la hoguera, sacó una espada recta que la dirigió con tal rapidez hasta la garganta de Wilfredo que no fue consciente hasta que su punta le provocó una pequeña quemadura en la nuez, y de pronto apreció, como por arte de magia, una flecha que se clavó a escasos centímetros de él. Wilfredo, miró hacia arriba y vio a alguien que lo vigilaba.
—¿Qué es esto? —Dijo mirando hacía el hombre que le había llevado hasta allí—. ¿Me habéis tendido una trampa?
—¡No! —El hombre acercándose despacio hacia él le susurró—. Os dije que aquí encontraríais lo que buscabais. No encontraréis hombres mejores. Eso sí, deberéis disponer de una buena suma de denarios.
Son la peor escoria de la comarca. Soldados, que por un puñado de sestercios, venden a su madre, pero os aseguro que nadie los iguala en la lucha cuerpo a cuerpo.
Wilfredo escuchaba, preparado para asestar un golpe con su espada si veía algún movimiento extraño, pero no se movió, seis hombres aparecieron entre las sombras.
—¿Sois sólo seis?
—Conmigo siete —dijo el viejo—. Suficientes para acabar con la vida de un salvaje.
—No de éste. Os lo aseguro. No es como todos. No he visto a nadie tan diestro en la lucha y dispuesto a morir, además de un gigante. Una montaña de músculos. He visto con mis propios ojos, acabar con la vida de mis mejores soldados, como si se trataran de niños.
—Estoy ansioso por pelear contra ese hombre —dijo el más grande ellos—. Pocos soldados hay dignos de pelear contra nosotros —Blandió una espada curva y cortó el aire con ella. Era tan rápido que se escuchaba el silbido como si el aire a su alrededor fuera más  denso.
—Bien. Preparaos pues para salir. Dispondréis de soldados a vuestras órdenes. Mañana cuando el sol salga partiréis.

 

Mientras, Dior, intentaba salvar la vida de Cyaram. Acudió en busca de los druidas, que pudieran curarle.
Se internó en el espeso bosque y bajo un viejo roble encontró a la persona que buscaba.
—¿Qué quieres, Dior? —Una mujer se afanaba cortando unas raíces, ni siquiera se molestó en mirarla—. No deberías estar aquí. Hay soldados Romanos merodeando. Si nos ven, ya sabes lo que nos harán.
—Lo sé, Ceridwen, no hubiese venido, pero hay un hombre que nos necesita.
—¿Nos necesita, dices? —Ningún hombre me necesita. Por mí pueden pudrirse todos en los infiernos.
—Te lo pido como un favor personal. Me lo debes.
Ceridwen se giró y todo el bosque pareció agitarse. Las aves se alejaron y la hojarasca acumulada en el suelo salió en un remolino, volando libre hasta posarse unos metros más lejos.
—Crees qué no lo sé. No me vengas con esas. Me ayudaste cuando aquellos hombres quisieron violarme y te lo agradeceré eternamente, pero una cosa es algo para ti o tu familia y otra muy distinta es para ayudar a un hombre que no dudaría en matarme. Y por el que han puesto precio a su cabeza. ¿Sabes siquiera de quién se trata? —Estaba furiosa y fuera de sí.
—Sólo sé que si los Romanos lo quieren matar, es suficiente para mí.
—Te diré que ese hombre es el responsable de todo lo que ocurre en toda la comarca. Es nuestro rey, y ya sabes que nunca me han gustado. Nadie está por encima de los dioses de la naturaleza. Y ellos así lo creen.
—¿El rey Cyaram? Por Taramis, no lo sabía. Más a mi favor para que me ayudes.
—¿Sabes, Dior, lo que eso implica? El sacrificio de un hombre. Si quieres que los dioses te ayuden debes sacrificar una vida. ¿Acaso es más importante la vida de ese rey que la de otra persona?
Dior agachó la cabeza, comprendiendo que tenía razón.
—Pero, debe haber otra manera. Tú sabes de hierbas y raíces que puedan ayudarle.
Ceridwen parecía pensarlo y tras una breve pausa dijo:
—Está bien, te acompañaré y veremos de qué se trata, pero no te prometo nada. Déjame que recoja algunas hierbas que tengo en la cabaña y te acompaño.
Cuándo llegaron a casa de Dior, Cyaram deliraba, La fiebre le había subido y no parecía que le quedara mucho tiempo.
—Ha perdido mucha sangre —dijo la druida—. Y las heridas tienen muy mal color. No veo otra forma de curación que la del sacrificio. Te diré como debes hacerlo.
Debe ser una triple muerte: ahogamiento, ahorcamiento y a través del fuego. Debe hacerse a Taramis, Esus y Teutates, Pero tenemos un problema. Necesito cortar muérdago bajo un roble, y ese muérdago debe ser cortado con una hoz de oro.
—No me vengas con cuentos de Druidas. Tú y yo sabemos que eso no es cierto. Dime que hierbas son y yo mismo te las traeré.
—Tambien te digo que, creo que esta noche será crucial. Si sobrevive será gracias a los dioses que así lo quieren.
—Pues reza tú, vieja bruja, porque yo prefiero curarle con la medicina. Te traeré lo que me pides.
Mientras, siete hombres salían a su encuentro.



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