Cyaram Mèin. El soldado sin alma –






Un viento venido del norte traía nubes negras como presagio de lo que estaba por llegar. Los habitantes del castro ignorantes de que gente venida del norte corrían como posesos hacia ellos. Una legión de hombres preparados para la batalla. Una perfecta máquina de guerra comandada por el general Apolonio.
Cyaram Mèin descansaba mientras observaba a sus hombres como se desenvolvían con los movimientos con la espada. Les había enseñado las antiguas artes de lucha.
Mucho tiempo había pasado ya desde que su padre hiciera lo mismo con él. Eran otros tiempos, tiempos de paz, cuando sus antepasados se asentaron en tierras de los Astures tras llegar desde tierras lejanas.
Eran hombres curtidos en mil batallas, quizá cansados ya de pelear, llegaron a un acuerdo de no confrontación con los habitantes de esas tierras. Unos hombres y mujeres que vivían de sus cosechas y de sus animales. Ellos les mantendrían a cambio de la defensa de sus tierras y de sus gentes y así había sido hasta que Roma y sus gobernantes lo cambiaron todo. Lo malo era que aquellos aguerridos hombres ya no lo eran tanto, la vida tranquila les había vuelto menos fieros. Ya no querían batallas ni siquiera peleas. Tan sólo aprendían el arte de la guerra más por costumbre que por convicción.
Eran felices en el Castro hasta que…

—¡ROMANOS! —Dio la voz de alarma el hombre postrado en la torre—. El resto se arremolinó para ver de qué se trataba —Una legión de Romanos en perfecta formación del Sistema Falange preparados para la batalla en la montaña, de unos 5200 soldados de infantería y 300 jinetes, con un Onagro preparado para arrojar piedras y un Escorpión para lanzar jabalinas y flechas.
—¡Qué alguien vaya a buscar a Cyaram! —gritó un hombre—. ¡¿Dónde se encuentra?!
La llegada de las tropas Romanas les había pillado por sorpresa, y Cyaram había salido de sus tierras con algunos de sus hombres.
La legión se detuvo ante la orden de su general. El Onagro se tensó y una gran roca salió despedida, ante la mirada atónita de los soldados del castro. Su sonido en el aire daba miedo, pero los soldados no tuvieron tiempo para reaccionar y la gran piedra chocó contra la pared. Esta se hizo añicos. Luego llegaron las jabalinas y las saetas. La lluvia de flechas tapó el cielo alcanzando a todos los que no tuvieron tiempo para esconderse. Hombres, mujeres y niños gritaban mientras sus cuerpos eran traspasados por flechas y ballestas. Heridos y agonizantes corrían para refugiarse. Su sangre se mezclaba con la tierra. Un hombre trataba de recoger a una niña que se sacudía en el suelo, mientras él luchaba por no desangrarse antes de poder ayudarla y la madre moribunda, sólo podía mirar y pedirle a sus dioses que  se la llevaran antes de ver morir  a su hija. Los caballos relinchaban en sus establos y enloquecidos escapaban. Niños atropellados por los equinos, estos golpeaban a todo lo que se movía. Llegaron más rocas que fragmentaron, más si cabe, la muralla. Los soldados Romanos entraron sin perder la formación. 
Los soldados Celtas no estaban acostumbrados al enfrentamiento y menos a las batallas de escudos. Y aunque eran más grandes que los romanos entraban sin ningún control alzando sus espadas como si fueran molinos y descargando contra los escudos. Las espadas cortas de los Romanos se clavaban sin piedad en los Celtas y con las espadas largas los remataban. Sus tripas y vísceras se esparcían por el suelo.
La batalla no duró mucho. La legión era mucho más numerosa y mejor preparada, mientras que el factor sorpresa hizo el resto.
Una vez tomado el Castro, Apolonio, entró triunfante. Se posicionó en mitad de la plaza y dio la orden de ejecutar a los ancianos y a los heridos.
—¡Todo aquel hombre o niño que se encuentre sano, servirá a Roma! —Dijo sonriente— ¡SOLDADOS! ¡Habéis hecho un buen trabajo, y Roma os recompensará, pero eso será más tarde! ¡Ahora os recompensaré yo! ¡Pasadlo bien, hay mujeres que andan necesitadas de un verdadero hombre! ¡Mañana habrá tiempo de trabajar y volver a reconstruir este castro! ¡DISFRUTAD!
Los hombres le corearon y la sangre corrió por todo el pueblo, matando a los ancianos y heridos, y violando a niños, niñas y mujeres.
—¿Dónde está el resto de hombres? —Dijo Apolonio a sus soldados— No me creo que sean tan pocos. ¿Y su rey?
Un soldado se acercó a Apolonio y le dijo:
—Mi general, Según dicen, ha salido con sus hombres. Comentan que nos arrepentiremos de haber matado a su familia y haber tomado el castro. Cyaram, así lo llaman, es un semidiós para ellos. Lo adoran, señor, y lo idolatran.
Apolonio se bajó del caballo desenfundando su espada y se dirigió a todos:
—¡Decidle, si le veis, que aquí está mi espada. Si es tan fiero cómo dicen, aquí le espero!

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