Cyaram Mèin. El soldado sin alma (II).
La noticia corrió como un caballo desbocado y pronto llegó a oídos de Cyaram.
—Greum —llamó Cyaram a un soldado—. Por todos los dioses. Llama a todos y cada uno de los soldados que estén dispuestos a servirme.
Greum, saltó sobre su caballo y le incitó a correr.
La noticia de que el rey Cyaram necesitaba ayuda no se hizo esperar, y fueron muchos los hombres que llegaron desde distintas tierras. Tierras también arrasadas por el imperio Romano.
Unas semanas después un gran número de Celtas se reunía cerca del Castro.
—Somos inferiores en número. No os prometo la victoria. El que quiera irse está a tiempo, no se lo impediré —Cyaram, subido a su caballo hablaba a una multitud ávida de sangre—, pero una cosa sí os prometo, ¡VENGANZA!
Todos alzaron sus espadas clamándola. Llegaron hasta el Castro, donde los Romanos esperaban.
Los Romanos salieron en su busca y fue donde Cyaram cometió el error de atacar en campo abierto, donde la legión era superior. Los Celtas eran expertos en el arte de las guerrillas, pero no en la lucha de escudos.
Rugían con fuerza. Con sus espadas largas golpeaban los escudos, para intimidar al enemigo, mientras avanzaban escudo con escudo.
Las batallas de escudos eran cruentas y los hombres de cabeza sabían, casi con certeza, que no llegarían a ver la luz de un nuevo amanecer.
El enemigo esperaba en lo alto de la loma. La lluvia complicaba la situación, era difícil andar y, más complicado aún, correr en el barro. Intentaban defender el castro. Un castro que les habían arrebatado y que ahora les tocaba recuperar.
—¡Necesito hombres para esta batalla! ¡Hombres capaces de morir por lo qué es justo! ¡Pero los necesito vivos! —Les animaba, Cyaram Mèin, jefe y señor de Ealar Catach, un gigante a ojos de los demás—. ¡Quiero la victoria y juntos la conseguiremos!
Levantó su espada y gritó, a lo que el resto de hombres le siguieron. Comenzaron a correr hacia el enemigo. Las saetas volaban atravesando cuerpos que caían en una larga agonía. Cyaram y sus hombres seguían avanzando. Tocó el turno del cuerpo a cuerpo.
—¡Escudos juntos, soldados! —Ordenaba Cyaram. Chocaron escudos juntando el lado izquierdo con el derecho del compañero —¡AVANZAD! —El choque fue brutal. Las espadas cortas cortaban y entraban sin piedad. Eran inferiores en número. Hachas, espadas y lanzas atravesaban los escudos, pero Cyaram Mèin continuaba en pie.
Ya nadie conocía a nadie, era el sálvese quién pueda. Cyaram cortaba, cercenaba, clavaba, y si era necesario, arrancaba con sus dientes. Golpeaba con pies, manos y cabeza. Haciéndose paso entre cuerpos vivos y muertos. Llegaban de todos los frentes, pero el espíritu de sus antepasados había entrado en su cuerpo, parecía haber entrado en trance y ya no podía detenerse.
La sangre tiño de rojo la verde pradera, los pocos hombres que seguían en pie huían o morían mientras lo hacían, pero no Cyaram.
Tan sólo quedaba él, y parado frente a la muralla desafiaba al enemigo.
—¡Mira lo que has conseguido, Apolonio, mis mejores soldados muertos, y un gran número de los tuyos!
—¿Alguien conoce el lenguaje de los salvajes? —Dijo Apolonio a sus hombres. Alguien se acercó y tradujo.
—Dile esto a ese salvaje:
—¡Cyaram! Vete de aquí, o muere —le ordenó Apolonio Conterno—. ¡Estas ya no son tus tierras!
—¡Serán mis tierras siempre! ¡Y si no lo son ahora, lo serán más adelante! ¡Y si no soy yo, serán mis descendientes, o los descendientes de ellos! —Debía gritar si se quería hacer oír entre la lluvia—. Yo, ¡lo juro por los dioses! ¡Aquí y ahora! ¡Que volveré para hacer justicia!
La lluvia se intensificó y era tan densa el agua que caía que no conseguían verle.
Apolonio ordenó a sus soldados que fueran tras él. Un grupo de seis hombres se presentaron voluntarios.
—Señor, es un aguerrido soldado, sólo nosotros estamos capacitados para darle caza, denos ese honor.
—Está bien, confió en vuestra destreza, pero id con cuidado —Se inclinaron ante su general—. ¡Qué Dios os acompañe! —Un trueno sonó en la lejanía como respuesta y los seis soldados salieron a su encuentro.
A pesar de ser medio día parecía haberse echado la noche. Los truenos y relámpagos se sucedían y la lluvia era tan intensa que apenas se veían entre ellos.
—Dispersémonos, pero no demasiado lejos, que podamos vernos —se separaron lo justo para tener contacto visual y de pronto un rayo cayó frente a ellos y pudieron ver a Cyaram el tiempo suficiente para darse cuenta que la muerte les llegaba en forma de espada.
El primero de ellos quiso gritar cuando vio aparecer un reluciente filo debajo de su garganta, que lo atravesó como si fuera mantequilla.
—No veo a mi hermano. ¿Dónde estás? ¡Responde! —Gritó. Fue el segundo en caer.
—¡Maldita sea! —Gritó otro soldado—. No lo veo —su voz se acalló cuando al girar su cara vio la de su enemigo de frente.
—Yo a ti sí —le cortó en dos el vientre esparciendo sus vísceras por el lodo—. ¡Ya sólo quedáis tres!
—¡Juntémonos! —Gritó otro soldado. Se reunieron y encontraron la muerte juntos. de repente vieron a un ser enorme que surgía de entre la lluvia y les cercenaba las cabezas de un solo tajo.
Mientras tanto, en la fortaleza, intentaban adivinar que pasaba en el campo de batalla.
—Maldita lluvia, no sé qué está sucediendo —se quejaba Apolonio.
—¡Apolonio! ¡¿Esto es lo mejor que tienes?! —¡Mandas a tus soldados para hacer un trabajo que tú no te atreves! ¡Eres un cobarde! ¡Baja y lucha!
Una llama apareció entre la lluvia y la imagen de un gigante que parecía salir del mismo infierno.
Apolonio gritó con fuerza y corrió para enfrentarse a él, pero sus soldados se lo impidieron.
—Padre —le suplicaba su hijo—, ¿no veis qué os está provocando? No bajéis ahí, os lo suplico. Si usted muere, todo esto por lo que hemos luchado no habrá servido para nada – Apolonio miró a Victorio y vio en él a un indefenso muchacho, que aunque le había instruido bien en el arte de la guerra, aún era muy joven para perder a su padre, y hacerse cargo de su regimiento, quedaría indefenso ante los chupasangres de Roma, tan sólo le quedaba él, su madre dejó este mundo cuando el nació. Nada le dijo, miró a sus hombres y los vio asustados. Decidió no enfrentarse y volvió sobre sus pasos.
—¡Volveré, y te mostraré lo que es el miedo! —Gritó Cyaram.
La lluvia cesó y las nubes fueron abriéndose, dando paso de nuevo a un día claro. El campo de batalla se cubría de cadáveres y hombres agonizantes que no pasarían de esa noche. En el centro las cabezas de los seis soldados clavadas en lanzas.
—Id y acabad con la agonía de los que siguen vivos. ¡Centinelas! ¡Reforzad la vigilancia! Ese hombre ya no es de este mundo, su alma se quema en los infiernos, vigilad bien, y si le veis…, matadlo sin piedad, él no la tendrá con vosotros.
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