Cyaram Mèin. El soldado sin alma (III).
Cyaram no andaba mejor que los soldados caídos, en la lucha le hirieron y si no se curaba pronto, él caería sin remedio también.
Iba lo más rápido que podía. Llegó hasta el río y vio como zarpaba su barco, le habían dejado allí, sus hombres no le esperaban, creyéndole muerto zarpaban, esas eran sus propias órdenes.
Mientras iba a la batalla recordó ver en un campo cercano una extensa plantación de Aloe Vera, decían de ella que era milagrosa y la mejor medicina para sanar las heridas.
Volvió sobre sus pasos y tras media hora de camino allí lo vio, una plantación en unas tierras que no eran las apropiadas, quizá no fueran todo lo buenas que esperaba, pero no disponía de nada mejor.
Cortó unas cuantas plantas y esparció su jugo por las heridas en brazos, cuello y vientre. Ahora debía refugiarse en algún lugar. Frente a él una cabaña de madera y una cuadra. Echó un vistazo a su interior. No había nadie. Abrió la puerta espada en mano, pero estaba vacía, quizá sus ocupantes habían huido por miedo a la batalla. El hogar estaba encendido, se acercó a calentarse. Se quitó la ropa mojada y se tapó con unas pieles allí colgadas.
—Esto parece más de un cazador que de un granjero —pensó. Una hogaza de pan descansaba junto al fuego—. Espero que no te importe amigo, y si no te dará igual, necesito comer.
Estaba inmerso en sus pensamientos y por el ansia de comer que no se percató de una presencia y se dio cuenta de ella cuando notó la punta de una espada en la nuca. Rápidamente fue a coger la suya, pero no la encontró.
—No la busques soldado —la voz de una mujer—, ¿tan torpe eres qué no te das cuenta que te arrebatan tu espada? Ni se te ocurra levantarte, te rebanaré el pescuezo antes de que te des cuenta, eres muy grande, pero yo soy más rápida que tú.
—Mujer, necesito ayuda —Cyaram se levantó despacio—, no te asustes, nada te haré, si tú no lo haces antes —se giró y Dior pudo ver ahora un enorme gigante, su cabeza apenas llegaba a la altura de su pecho, ella no era precisamente baja. Tenía la mano derecha en el vientre y de entre sus dedos manaba sangre.
—No te muevas soldado —amenazaba con la espada—, no te quiero aquí, fuera de mi casa. No tardarán mucho en llegar los lacayos de Apolonio, y no me gustaría que te vieran aquí, me violarían y luego echarían mis restos a los cuervos.
En ese momento Cyaram sintió que el mundo se desvanecía y cayó cómo un pesado saco en el duro suelo.
—Por Taramis, qué hago yo ahora contigo.
El sonido de los cascos advirtió a Dior de la llegada de los soldados. Tenía que esconderle, no consentiría una muerte en su casa, no sabía si era o no un buen hombre. Aunque por otro lado no conocía a ningún hombre que lo fuera.
Cálla,te por los brazos al gigante y quiso arrastrarlo hasta la trampilla bajo la mesa. Una trampilla que le había salvado la vida en más de una ocasión cuando aún vivía su padre. Pesaba demasiado. Soltó sus brazos y le golpeó en la cara.
—Despierta, soldado —le decía mientras le abofeteaba—. Ayúdame a llevar tu pesado cuerpo hasta mi escondite —no se despertaba. Dior se desesperaba —lo siento, soldado, sólo conozco una forma de hacerte despertar, puede que te duela, pero mañana me lo agradecerás.
Un golpe en los testículos hizo que despertase de pronto, se incorporó.
—Llegan los soldados —le volvió a recalcar—. Si no me ayudas a llevarte hasta mi despensa moriremos los dos.
Cyaram apenas podía hablar debido tanto al golpe como a las heridas, pero entendía lo que le decía e hizo lo que pudo y se arrastraron hasta la trampilla. Apenas su enorme cuerpo entraba por la boca del agujero, después entró Dior y cerró el acceso. No tenía luz por lo que permanecieron a oscuras. El cuerpo de Cyaram no se movía, acercó su cara y notó su respiración. Escuchó unos golpes en la puerta.
—¡Abran la puerta! Sabemos que tienen a alguien escondido!
Cyaram comenzó a gemir y Dior le tapó la boca.
—Cállate, sucio bastardo, o nos matarán a los dos.
La puerta se abrió de un fuerte golpe y varios soldados entraron. A través de un pequeño agujero Dior observaba como varios hombres fuertemente armados buscaban por la habitación. Cuatro hombres contó.
—Aquí no hay nadie —dijo uno de ellos—. Se han ido.
—Mirar. Es sangre y se dirige hacia la mesa —advirtió el que parecía el jefe del grupo.
Corrieron la mesa y abrieron la trampilla y vieron a Cyaram.
—Es el gigante, si lo llevamos ante nuestro señor nos recompensará bien.
Dos de los hombres agarraron de los brazos a Cyaram e intentaron levantarlo.
—Es enorme, por Dios. No podremos con él. Cortémosle la cabeza y se la ofrecemos a nuestro señor.
—Vale más si lo capturamos vivo —volvieron a intentar subirlo cuando la espada de Cyaram atravesó el cuerpo de uno de los hombres desde la espalda cayendo encima de éste. Dior se movió rápido, y aunque no estaba acostumbrada al peso de esa espada supo aprovecharla.
Giró sobre sí y cortó una pierna al que más cerca mientras se agachaba esquivando un hacha. Sin levantarse lanzó la espada hacia atrás insertándole a otro soldado por el estómago. Rodó hacia su derecha y se incorporó. Quedaba uno y otro cojo, ese ya no contaba.
—Ríndete, mujer. Nos has cogido de improviso, pero eso ya no te servirá conmigo.
—¿Estás seguro, soldado? Todavía puedes correr y podrás decir a tu señor que eran muchos hombres y nada pudisteis hacer —el soldado sacó un crucifijo que llevaba de colgante en el cuello y lo besó—. Tu Dios no te ayudará en esta ocasión —mientras tanto el soldado herido se retorcía de dolor bajo sus pies, Dior levantó la espada y le atravesó el pecho—. Ya no sufrirás más.
—Sólo quedamos tú y yo —le dijo mientras se volvía a poner en guardia.
—Y yo —dijo Cyaram al tiempo que lanzaba un cuchillo y mataba al soldado. Cyaram volvía a caerse.
—Qué haces, gigante, estaba todo controlado —no le contestó.
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