porque… yo, ya estoy muerto


Los Bardos cantaron sobre él, pero jamás pronunciaban su nombre, no se atrevían. Creían que al hacerlo algo les sucedería. Decían de él que era el mismísimo Balar.
Fearchar se lo llevó. Lo ató a su caballo y fue arrastrado hasta que lo creyó muerto. Permaneció tumbado mirando el firmamento durante toda la noche, jurándose que algún día, si salía vivo de esa, mataría a ese demonio. La suerte le sonrió cuando, al día siguiente lo encontró un grupo de soldados Celtas comandado por Chiomara, una mujer guerrera, esposa de Ortagión, jefe de los Tolistobaios. Contaban de ella, que fue apresada y violada por un centurión Romano y Éste al ver que era una mujer de alto rango pidió un rescate. El marido de ésta accedió y cuando el soldado recogía el oro con el que habían pagado, Chiomara lo decapitó y llevó la cabeza del centurión a su marido.
Chiomara se apiadó de Esgàire y lo acogió en su casa. Lo instruyeron como a un guerrero, destacando, gracias a las anteriores enseñanzas, en el cuerpo a cuerpo, aunque siempre le decían que nunca sería un gran soldado, porque con su cuerpo no duraría demasiado en el campo de batalla, que no era lo mismo pelear cuando sabes que no te van a matar que hacerlo de verdad. Por esa razón jamás fue a ninguna contienda, hasta que se volvió a cruzar con el mismo ser, con ese demonio repugnante, que ni siquiera lo reconoció cuando acabó con sus segundos padres, Fearchar Seaghach apareció un amanecer, entrecortando el cielo con su luna de sangre tras él. No esperó a que el poblado despertara, traicionando el código Celta, igual que un zorro, atacó sin previo aviso, no dejando nada a su paso. Primero los cercó con fuego, obligándolos a salir por la única vía que les quedaba y según íban saliendo los decapitaba, a todos menos a él. No sabía por qué mágica razón no le mató. Ni siquiera sabía quién era. El caso es que al verlo se mofó de él. Lo vio escuálido y dijo que no merecía la pena derramar la poca sangre que tenía manchando su espada, y ordenó que cuando él ya no estuviera, que lo decapitaran, pero que no quería escuchar sus gritos lastimeros, ni siquiera se molestó en atarle.
Los soldados no vieron más que a un insignificante ser indefenso que rogaría por su vida en cuanto viera que lo iban a matar, pero nada más lejos de la realidad. Dejaron a un solo hombre a cargo de dicha acción y ni siquiera le dio tiempo a saber que le había pasado, murió ahogándose con su propia sangre, cuando Esgàire le arrebató su propia arma, justo en el momento que el soldado levantaba la espada, Esgàire se mantenía de rodillas y desde esa posición giró con ellas y los dedos de los pies muy ágilmente, le golpeó en los testículos arrebatándole la espada y se la insertó en el cuello.
—Es la segunda vez que me arrebatas lo que más amo en la vida, maldito bastardo —dijo Esgàire mirando hacia el horizonte y alzando la espada—, pero te juro que será la última. Cueste lo que me cueste iré a por ti, aunque sea lo último que haga en esta vida, porque… yo, ya estoy muerto

Comentarios

Entradas populares de este blog

El mundo a mis pies.

Soy yo.

Las cloacas del mundo.