Bienvenida a casa.




La noche y sus seres la llevaron hasta la casa. Una casa de madera vieja y moribunda. Los años de abandono se la estaban comiendo. En el porche un columpio yacía sobre su costado derecho y las oxidadas cadenas que lo sostenían se quejaban cada vez que el viento lo mecía.
Una lampara sujeta al techo se sacudía ejecutando un perfecto círculo en dirección de las agujas de un reloj y la destrozada puerta de entrada se cerraba y abría con violencia cada vez que una corriente de aire la agitaba.
Subió los cuatro escalones que la separaban de la entrada y sujetó la puerta con energía. 
Entró en la casa y giró el pomo hasta que la puerta encajó y por primera vez en muchos años la puerta permaneció sin inmutarse. La oscuridad era casi total. Encendió el mechero y buscó algo que le fuera útil. Una pata del recibidor parecía decirle que le sacase de su letargo, que llevaba demasiado tiempo en esa posición. Lo asió y de un tirón extrajo de la ventana las raídas cortinas que se empeñaban en salir volando hacia el exterior. Envolvió con ellas la pata del recibidor y las prendió fuego (llegó hasta ella recuerdos de hace mucho tiempo). La estancia se iluminó con una espectral luz y sus sombras cobraron vida a su alrededor. Mil fantasmas parecían bailar en frenético compás. 
Unas anchas escaleras partían desde el centro de la estancia hasta el primer piso y ahí se dividían en dos.
Comenzó su ascenso segura de sí misma. Ignoraba la razón, pero cada vez se le hacía más familiar la casa. El reposamanos derecho hacía tiempo que descansaba en el piso inferior y el izquierdo no tardaría en hacerle compañía. Cuando llegó al piso superior una tenue luz en la habitación del fondo en el lado izquierdo llamó su atención. Fue decidida y al empujar la puerta la imagen de una mujer sujetando un candelabro se le apareció, parecía esperarla.
—Bienvenida a Tara, señorita O´hara. La estábamos esperando.

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