Un pequeño poblado.



La tropa se movía impasible, como si la lluvia no existiera, pero existía y los soldados ya experimentados aguantaban sin rechistar, mas por hacerse valer por los de menos rango o para servir de ejemplo a las tropas auxiliares, la mayoría sin experiencia en el campo de batalla; jóvenes de las ahora recién conquistadas tierras. Estaban asustados, y no era para menos. Con las armaduras, de las que no estaban acostumbrados y empapados con la lluvia y si además le agregabas el barro y la desmotivación.
El barro se les iba pegando a los pies y cada vez les costaba más andar. Igual que las sanguijuelas iba subiendo hacia arriba; mojada y pegajosa les iba cubriendo. La lluvia se iba colando a través de su ropaje. Ya de nada les servía. Andar en esas condiciones era como nadar contra corriente. Además de ser un blanco perfecto para el enemigo, pero eso apenas importaba para el general. Su regimiento iba en aumento, así como sus conquistas y su fama. Azuzó a su caballo y se adelantó, salpicando barro a su paso.
—¡Malditos bastardos! —Dijo desafiante. Un joven que se encontraba caído recibió un latigazo por parte del general. El joven cayó sobre su espalda. Lloraba y maldecía a todos. El caballo se levantó y aplastó su cuerpo contra el blando suelo. El joven se retorcía de dolor. Ya estaba muerto aunque él aún no lo sabía. Viviría una noche más en una larga agonía—. ¡No sois más que el vómito de la puta de vuestra madre! No quiero oíros hablar en otro idioma que no sea el nuestro. El que no lo sepa que no pronuncie palabra alguna —la mayoría no entendía lo que decía, pero todos comprendieron que no debían hacer nada ni pronunciar palabra alguna.
El sonido de los firmes pasos del regimiento estaban ahogados por el lodo. Siendo un sonido arrítmico. La caballería se veía obligada a apearse de sus monturas para que los caballos pudieran seguir, para algunos era una tarea imposible y caían agotados. Los carros se quedaban varados y como no se podían permitir el lujo de perder armas ni provisiones decidieron detenerse. 
Eran imparables, no había regimiento que se equiparara a ellos. Nada temían y nada les iba a suceder, pues el temor en los poblados era mayor que el deseo de acabar con ellos.
—¡Alcanzaremos el próximo pueblo! —dijo señalando un pequeño poblado—. Ahí mataremos a sus pobladores y quemaremos sus tierras en cuanto nos marchemos.

Al llegar nadie salió, nadie parecía temer al general y a sus soldados. Entraron raudos en las casas dispuestos a arrasar con todo, pero no había nadie. No lo entendían. 
El general rió con ganas diciendo que era tanto el temor que les tenían que habían huido dejándolo todo a su merced.
Se emborracharon esa noche y en lo alto de una colina sus pobladores miraban atónitos como el mar engullía sin piedad a todo un ejército.
—Pobre gente —decía con voz lastimera el jefe del poblado—. No nos ha dado tiempo de avisarles. Año tras año lo mismo. Debemos buscar otro lugar donde vivir.

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