Vida




Sentado frente en el pantalán veía como el firmamento se iba llenando de infinitas lucecitas parpadeantes. La oscuridad se iba haciendo dueña del momento. La luna no había salido, o por lo menos no se veía en esos momentos. Por lo que la oscuridad era casi total.
Había llegado hasta ese lugar y no sabía exactamente dónde se encontraba, aunque a decir verdad le daba exactamente igual. El firmamento era lo único que deseaba y necesitaba.
La vida como tal había dejado de existir, al menos como él la entedía. Una parada en el camino para ver anochecer y esa maravillosa bóveda celeste que le recordaba a su amor.
Celeste, su chica, así se llamaba. Qué bello recuerdo. Ahora ya nada de eso importaba.
El agua era un agujero tan negro como el futuro. Los monstruos acechaban en cada rincón. Uno podría meterse sin saber que se encontraría mordisqueándole los pies. O quizá lo engulliría como atrapa un agujero negro a una estrella y la hace suya. Así veía él su futuro. Se dejaría tragar por los seres que habitan en él. 
Se descalzó y con sus dedos tocó el agua. La sensación de alivio le recorrió el pie. Ascendió por su pierna igual que lo harían cientos de hormigas hasta llegar a su columna y allí esparcirse como un ramillete por el resto de su cuerpo. Estaba fría, pero lo agradeció.
Si algo no había aprendido nunca era a nadar y, eso era bueno en aquellos momentos, así no habría vuelta atrás. Sin arrepentimientos que estropearan esa última decisión, que los habría, y sin nadie en los alrededores que pudieran sacarle.
—La vía láctea está preciosa, no la había vuelto a ver desde aquel día, sí, desde el día que la conocí —pensaba en voz alta—. ¡Qué cabrón es el sino que me hace sufrir de esta manera! —Hizo una peineta al firmamento enseñándole la mejor de sus sonrisas—. Hoy, que la he perdido definitivamente me devuelve la misma vista celeste que cuando nos conocimos.
Se preparó y diciendo adiós se dejó caer. El agua lo engulló como si nunca hubiera existido, su cuerpo fue tragado por las silenciosas aguas, mudas testigos de lo que acontecía. Ellas y las estrellas que ajenas a lo que sucedía parpadeaban alegres.
De pronto una mano sujetó su cabeza que emergía en un desesperado intento por sobrevivir. Dio una honda inspiración. En el pantalán una figura humana lo sujetaba. Le ayudaba a salir del agua.
—¡¿Quién te manda salvarme?! —Decía enfadado. Cerró los ojos. No quería mirar.
—Tú, por supuesto. ¿O no ves que estás respirando? La vida sigue.
—¿Quién eres?
La respuesta quedó en el aire, cuando volvió a mirar no había nadie, tan sólo una luna creciente que parecía reírse de él. Sonrió al firmamento y, por primera vez desde hacía mucho tiempo, fue consciente de su existencia.

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