El puño de la justa Armonía.
Se alzaba ante ellos todo un ejército. Sus armaduras eran brillantes como la plata y relucían al sol, deslumbraban. Montaban sobre unos caballos blancos como la nieve y sus armas resplandecían.
Portaban el estandarte de «El Dragón Dorado» de su región. Iban en perfecta formación. Escudo con escudo, defendiendo siempre al compañero y la fila de detrás preparados para sustituirles. Los laterales defendiendo los flancos y los centrales controlando los dardos que llegaban.
Los generales desde lo alto dirigían las maniobras y a su señal obedecían sin dudar.
Una formación perfecta. Habían estudiado cada paso y cada movimiento hasta la saciedad.
No cabía el error.
El rebelde Chao, conocido como: «El Puño de la Justa armonía», vestía con harapos, su casco de hierro iba sujeto a su cabeza con una gruesa cuerda y lo lucía oxidado y abollado debido a las muchas batallas que había librado. Su lanza de hierro no resplandecía. Su espada estaba pintada con la sangre de los caídos. Su caballo era tosco y negro como la noche y su escuadrón de «La Mano Blanca», no sabía de estratagemas ni tenían a generales que los guiaran. Tenían a su comandante que moriría por ellos, por eso, cuando entraron en combate, la duda no cruzó por sus cabezas, porque tenían una razón por la que morir:
—¡Tierra, familia y honor! —Gritaron.
Los Dragones no sabían porque luchaban. La Mano sí, y la batalla acabó antes de haber empezado y el rebelde Chao rezó a sus dioses para que le perdonaran por todos los muertos que habían dejado a su paso.
Los generales volvieron derrotados y seguían sin saber porque habían perdido.
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