Mi primer muerto.




Hay algo en el ambiente que intenta advertirte de que algo va a suceder, algo que se traslada por el aire, como las hondas que se forman en el agua cuando lanzas una piedra, te llegan tarde o temprano, quieras o no. Si vives en un pequeño pueblo sabes de lo que hablo. Si pasas delante de una vieja mansión, de la que nadie vivo recuerda quiénes eran sus moradores e instintivamente la rodeas, sabes de lo que hablo.
El aire se enturbia, tienes esa sensación de que algo no está como debería, tu instinto te advierte que debes andar con cuidado; los pelillos de tu nuca se erizan, tienes la sensación de que te siguen y te espían y cuando te acuestas te tapas hasta la cabeza, piensas que así te librarás de eso que te sigue.
He visto a la gente estar malhumorada sin que supieran el por qué; días en que te preguntas por qué hoy no hay nadie en la calle, parecen haberse puesto de acuerdo. El cielo está despejado, pero da la sensación de que lloverá. Casi puedes masticar el aire, hueles el miedo y sientes en tu piel su roce, como si las ánimas del purgatorio hubieran venido para llevarte. 
Los animales también lo presienten; los perros ladran sin una razón aparente, los gatos escapan y bufan a la nada; muchos pájaros perecen sin que sepamos el motivo, o dejan de cantar.
Pero los seres humanos hemos perdido la facultad de saber escuchar cuando todo nos dice que algo no nada bien. Y como nos da miedo reconocerlo, no lo decimos ni lo comentamos, por miedo a que nos tilden de locos o algo por el estilo.
De pequeños solíamos ir a jugar al parque que había tras el descampado. Un parque de columpios, toboganes y balancines de colores vivos y de hierro, que acabaron oxidados, y olvidados, más tarde fueron sustituidos por juegos de madera y plástico que ya nadie usa. Para acceder hasta el parque, debíamos pasar, sí o sí, por delante de la casa. Ignoro la razón, pero nunca hablábamos de ella. Hay otras casas en el pueblo abandonadas que eran zonas de juego habituales para niños y picadero para adolescentes, pero esa mansión era zona prohibida, un acuerdo no escrito que nadie rompía.
El día que el hijo de la señora Claudia desapareció todos lo intuimos, sabíamos que algo no andaba bien, pero a pesar de eso decidimos que no íbamos a quedarnos en casa, pues las vacaciones de verano acababan de comenzar.
Corríamos por la diagonal cuando divisamos la vieja mansión. Por primera vez nos paramos frente a ella. Había algo diferente, alguien había abierto la verja que separaba la calle de los jardines, unos jardines que hacía tiempo que habían perdido su condición como tal, pues las plantas crecían libres y se hacía, difícil no, imposible ver su interior. Sólo era posible ver la parte superior de la fachada de la casa desde la otra acera.
Alguien se había adentrado y todos pensamos en Luis, el hijo de la señora Claudia. Nos miramos como preguntándonos si debíamos entrar, y aunque sabíamos la respuesta nadie dijo nada. Nadie que fuera del pueblo en su sano juicio se adentraría.
Coincidimos que deberíamos echar un vistazo, uno rápido. Juan no quería, dijo que era mejor avisar a alguien, a la policía quizá; Clarisa le echó más valor y fue la primera que miró tras los arbustos que obstruían la visión; después fue Cláudio y tras él fui yo; no es que tuviera muchas ganas, pero no quería ser el cobarde del grupo. Juan se quedó rezagado, seguía diciendo que no era buena idea.
Pasamos ese umbral el cual parecía una división fronteriza entre el más allá y nuestro mundo, pues al traspasar los matorrales altos la casa se mostró ante nosotros como un mundo diferente, no era más que una vieja casa que se caía por el paso del tiempo y todos esos miedos y todo ese universo que nuestra mente había creído se desvaneció, como desaparece el vapor de una olla cuando abres la ventana.
Clarisa siguió hacia la entrada maravillada de lo que estaba observando; Cláudio se quedó parado frente a un gran ventanal por el que se veía una gran sala, que parecía que no había pasado el tiempo, unos grandes muebles enormes y antiguos que nadie se había molestado en retirar; Juan no quiso seguir y prefirió esperar delante de la verja y yo seguí a Clarisa a la entrada.
La entrada estaba abierta, había sido forzada, pero eso no nos detuvo. Ante nosotros un gran salón de muebles renacentistas. Me imaginé que estaban tal y como sus antiguos dueños lo habían dejado, pero con una capa de polvo de dos centímetros y unidos por una gran telaraña, que desde el exterior apenas se apreciaba.
El salón estaba intacto, si no llega a ser por la escalera central que se había desplomado y hacía imposible acceder al piso superior. Paseamos la vista por el interior, pues temíamos que si entrábamos la casa se nos vendría encima, algo muy probable, viendo el estado en el que había quedado la escalera. 
Poco a poco fuimos entrando, fue Cláudio el primero que lo vio. Las piernitas de un niño sobresalían entre los escombros. No cabía duda, era Luís, el niño de la señora Claudia. Avisé a Juan, que ya que no quería pasar, que diera la voz de alarma, que fuera a avisar a la policía.
Era la primera vez que veíamos un muerto. Debo decir que no fue lo qué imaginé. Sentí pena por ese niño y su madre, para nada tuve miedo. Pensé que quizá lo pudieran reanimar y los cuatro seríamos héroes o lago por el estilo, pero no fue así. 
Cuando la policía llegó nos hicieron muchas preguntas, más de las que puedo recordar y cuando vimos a la señora Claudia no nos dijo nada, ni siquiera se fijó en nosotros, dudo que supiera quién lo había encontrado y me imagino que tampoco le importara mucho. No fue como me imaginé, al ver la imagen de su madre llorando desconsolada me eché a llorar, mis amigos lloraron también como si fuera algo de ellos, apenas les conocíamos, pero esa situación hizo que conectáramos, que sintiéramos por lo que esa mujer estaba pasando.
Después de ese verano ninguno de nosotros volvió a ser el mismo.

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