Retazos en blanco y negro.




Algunos recuerdos no son personas, algunos recuerdos son fotos, retazos en blanco y negro. Algunos recuerdos llegan en forma de sonidos, música y objetos, de olores y aromas, de sabores o el tacto cálido de una mano, de una mirada, de un susurro o de un beso.
Hoy, al pasar junto a la fuente y escuchar el sonido del agua correr recordé esa tarde. Tardes de juegos, tardes de risas, tardes de despedidas. 
Era festivo, creo, o puede que simplemente estuviéramos en ese lugar como tantas otras veces. La plaza con su fuente era un lugar de encuentro. Recuerdo a Juán de pie frente al resto, contando multitud de anécdotas divertidas, era algo que se le daba bien, no creo que todas fueran reales, y aunque todos lo sabíamos a nadie le importaba, lo pasábamos genial con él. Cláudio a punto estuvo de caer al agua, era un poco patoso y con su obesidad se caía con facilidad, hoy en día está irreconocible, está tan delgado que parece enfermo.
Recuerdo a Clarisa reír con las ocurrencias de Juán. Esa risa de la que estaba enamorado. Su cuerpo comenzaba a adquirir las curvas y proporciones de una mujer, nosotros en cambio no éramos más que un trío de críos de los que una mujercita como ella no se fijaría. La había visto tontear con Carlos, un chaval dos cursos por encima nuestro, algo que me reconcomía por dentro, que sin embargo no quería que nadie se enterara. Cuando la veía reírse algo dentro de mi pecho peleaba por salir. La miraba absorto, todo a mi alrededor desaparecía, una imagen en cámara lenta.
En ese momento escuchamos la sirena de la policía; una moto con dos ocupantes venía lanzada y un coche patrulla los perseguía: el que iba de paquete portaba una escopeta recortada con la que disparaba a la pasma y desde el coche patrulla un policía asomaba por la puerta disparando a las ruedas de la moto, sin mucho éxito.
Al pasar a nuestro lado, Clarisa salió tras ellos insultando a la policía. Nos dimos cuenta que llevaba la recortada era su hermano, todos sabíamos de su afición al Caballo y los atracos.
En la iglesia dieron los tres cuartos, todos las escuchamos. 
Clarisa regresaba llorando e insultando a la policía. Le pregunté si estaba bien. No contestó, y en ese momento me pareció la pregunta más estúpida que podía haberle hecho, estaba claro que no estaba bien.
—Mi hermano es un buen tío. Es el puto caballo, y la pasma la tiene tomada con él, seguro que no ha hecho nada—. Todos asentimos, aunque por dentro sabíamos que era alguien del que no te podías fiar. Hace un par de semanas que vi su careto en el periódico. Asalto a mano armada en una farmacia. Era él, aunque han pasado muchos años lo reconocí. Creo que lleva más años de su vida entre rejas que fuera de ellas.
En el bar de enfrente, la máquina de tocadiscos, reproducía los inconfundibles acordes de la guitarra de Carlos Santana con: «Black magic woman».
En ese momento hizo acto de aparición Carlos, el chaval que le echaba fichas. Venía de remar, era remero en una trainera y aunque hacía frío, iba en camisa de tiras enseñando músculo, algo de lo que nosotros carecíamos. Saludó a Clarisa y encendió un cigarro.
—¿Has oído lo del atraco? —Le dijo—. ¿Qué haces con estos críos? —Nos señaló levantando la barbilla— ¿Vienes?
Los vimos alejarse. Sentí un vacío en mi interior, como si me hubieran arrancado parte de mí. Juán me agarró por los hombros. 
—Vamos, tío. Deja que se largue.
—¡Sí! —Reafirmó, Claudio—. Que se vaya con ese.
Creo que, de alguna forma, todos perdimos algo ese día. 

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