El nuevo Dios.
Su armadura estaba golpeada, era vieja y demasiado usada. Demasiados cuerpos que ahora se consumían en los infiernos la habían vestido. Le quedaba grande, Flavio desconocía de dónde procedía el escudo que lucía en su pecho, tampoco le importaba. Estaba en medio de una batalla, eso era lo único que sabía. Avanzaban en formación.
Su escudo estaba partido por uno de sus extremos y su espada tan mellada que no cortaría la mantequilla.
Su corazón palpitaba con fuerza bajo su pecho y, aunque tenía mucho espacio parecía que en cualquier momento rompería el peto.
Iban dando pequeños, pero firmes pasos. Apenas veía qué sucedía en el campo de batalla. Escuchaba los gritos y lamentaciones de sus compañeros y veía como se iban sustituyendo. De vez en cuando pisaba cuerpos de soldados caídos, enemigos y aliados. En más de una ocasión estuvo a punto de caer.
Llevaban ya muchas horas bajo la lluvia, y el barro les hacía ir despacio. El campo de batalla ahora era una mezcla de lodo, sangre, extremidades seccionadas y cabezas decapitadas. Ya no reconocía amigos de enemigos, ya no sabía si era de día o de noche, ya no sabía hacia dónde se dirigía y ya no recordaba por qué y por quién luchaba.
Ahora estaba muy cerca de entrar en el cuerpo a cuerpo. Escuchaba el sonido del acero al chocar y de los escudos al romperse. Veía saltar sangre a su alrededor.
Miró al cielo en un intento de súplica. Él, que nunca había rezado a ningún Dios ni siquiera a ese nuevo Dios del que todos los legionarios hablaban. Hincó sus rodillas y le imploró clemencia.
Ahí estaba, solo él y los dos últimos salvajes que habían sobrevivido a tal barbarie. El resto de su formación yacían envueltos entre el lodo y las vísceras de los caídos. Se deshizo de su armadura y de su espada, y se entregó.
Uno de los salvajes se acercó y agarró la armadura, el otro izó la espada que había tirado en un intento de decapitarlo. El cielo tembló, se hizo la luz con un relámpago, un rayo atravesó el cielo y un trueno salido de los infiernos hizo que levantara la vista.
Los cuerpos quemados de los dos salvajes se repartían entre el resto.
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