Carta de un desertor.




La noche se nos había echado encima. La lluvia caía sobre nosotros como si el cielo se hubiera roto, los cascos ya no nos protegían del agua y decidí quitármelo para poder ver.
Durante toda la tarde estuvimos parapetados tras un carro de combate que yacía humeante en medio de la maldita plaza. Un francotirador nos mantenía a raya. El sargento y el soldado de primera habían caído nada más comenzar el asalto a la plaza. Solo quedábamos dos soldados recién llegados al frente y yo. La radio se había hecho añicos junto al carro y no había más opción. Tenía que hacerme con ese tirador o morir en el intento.
Era el momento. Hacía ya media hora que no se escuchaba ningún disparo. Indiqué a mis compañeros lo que me proponía: correr hasta la esquina e ir por detrás. Había visto unas ventanas bajas por donde escalar.
Diez minutos más tarde me encontraba en el último piso. Mis botas crujían al pisar los cascotes del suelo. Me descalcé, aun a riesgo de cortarme los pies, cosa que sucedió. Al  llegar al lugar donde estaba el tirador mis pies estaban destrozados, pero no me quejé. Me tiré al suelo y me arrastré hasta la habitación. Al principio no vi a nadie, pero según mis ojos se iban haciendo a la oscuridad pude ver a un chico que abrazaba a una niña que dormía. El sueño la había vencido.  Un rifle yacía junto a ellos, seguramente sin munición. El muchacho me miraba con los ojos muy abiertos, muerto de pánico.
Mis compañeros escucharon dos detonaciones. Me asomé a la ventana y les hice una señal con los brazos indicándoles que la vía estaba libre. El peligro había pasado.
Mientras me marchaba le indiqué al muchacho, con el dedo índice, que guardara silencio.
Han pasado varios días desde el incidente. Mi unidad sigue su destino. Yo he vuelto sobre mis pasos y cuido del muchacho y su hermana. No sé qué será de nosotros cuando todo esto acabe, ahora toca sobrevivir.

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