Familia, tierra y hogar.




Mientras, los asesinos pretorianos, con un grupo importante de soldados, arrasaban las aldeas a las que llegaban. Los pobres campesinos no tenían ninguna posibilidad, hasta que llegaron a Pendía. En el poblado vivían numerosas familias. Habían escuchado que unos soldados se dirigían hacia ellos y se prepararon. Entre el grupo estaba Cromwell. Se reunieron antes de su llegada en la plaza.
—Solo tenemos una posibilidad —les animaba a hombres y mujeres—. Ellos son superiores a nosotros y poseen mejores armas, pero no esperan que les hagamos frente. Atacaremos  sin previo aviso, cuando yo os diga, y en cuanto os vuelva a dar aviso, nos retiraremos. No os puedo prometer la victoria, pero si no nos defendemos nos matarán igualmente. Coged cualquier cosa que pueda servir de arma, los que no la tengáis —así se hicieron con azadas, palos que convirtieron en lanzas, hachas y horcas.
Cuando los soldados llegaron, vieron a un grupo de ancianos, mujeres y niños atemorizados que los esperaban. Bajaron de sus monturas dispuestos a matar, si no recibían información sobre el hombre que buscaban. Fue en ese instante cuando Cromwell dio el aviso. Los campesinos corrieron lanzando gritos para amedrentar al enemigo. Habían pintado sus cuerpos desnudos, igual que hacían sus soldados y lanzaron su desesperado ataque.
Al principio los pilló por sorpresa y se vieron acorralados, pero eran hábiles soldados y repelieron el ataque. Las lanzas de los soldados se clavaban sin piedad en los cuerpos sin armadura. Espadas ensangrentadas esparcían vísceras y los cuerpos mutilados se retorcían pidiendo la pronta muerte. Algunos campesinos consiguieron escapar e incluso Cromwell salió victorioso, había conseguido reducir a Attilio Cunego, un fornido guardia pretoriano.
Se enfrentó a él colocándose de frente y señalándole con el dedo índice, luego con su dedo pulgar se señaló el cuello de lado a lado. Attilio lanzó un gruñido y fue directo hacia él, con su escudo por delante y amenazando con su espada por encima de este. Cromwell, que era conocedor de las técnicas guerreras de los pretorianos, hizo lo que no esperaba, corrió hacia él mientras gritaba, y en el último instante, frenó con su pierna izquierda, pivotando sobre sí mismo, y quedando en el lado derecho del atacante, su espada corta entró con facilidad bajo la axila, al llevar este la mano alzada con su espada, justo en el hueco que dejaba al descubierto la armadura. Attilio vio la suerte de cerca, al menos por el momento, cuando Cromwell alzaba su espada para rematarlo y los suyos acudían a él. Cromwell se vio obligado a dejarlo con vida y escapar de una muerte segura. Los pocos campesinos supervivientes corrieron ante la llamada de Cromwell, desapareciendo en la espesura del bosque.
Los guardias pretorianos miraban con desconfianza hacia el bosque, que parecía engullirlo todo, como una gran boca de algún dios del inframundo que todo lo devora. Espadas, lanzas y arcos en mano, desafiaban a aquellos que habían escapado. Mientras, el grupo de soldados y granjeros, con Cromwell a la cabeza, guardaban silencio. Se separaron y formaron un semicírculo en el bosque. Cromwell, imitando el sonido de una lechuza, llamó a los hombres de su derecha, que tenían a los pretorianos frente a ellos, estos salieron gritando. Los guardias se posicionaron esperando al ataque, que nunca llegó, pues desde la retaguardia otro grupo atacaba, causando alguna baja y retirándose, al tiempo que el primer grupo hacía lo mismo. Cromwell y los que estaban con él, lanzaba una tanda de flechas, algunos caían bajo la lluvia de dardos y a los que les dio tiempo se formaban con los escudos. Durante unos segundos aguardaron en esa posición. Los celtas salieron del bosque insultando y amenazando, para volver a esconderse. Los soldados que acompañaban a los pretorianos no lo veían nada claro y fueron desertando y al resto no les quedó más remedio que huir. Los celtas salieron en grupo gritando, mientras alzaban sus armas y utensilios de labranza, pero no hubo enfrentamientos. Los guardias pretorianos aprendieron dos buenas lecciones ese día: No se puede menospreciar a ningún enemigo, por débil que este parezca, y que no hay mayor arma para el hombre que la de defender a su familia, a su tierra y a su hogar.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El mundo a mis pies.

Soy yo.

Las cloacas del mundo.