Lluvia sobre el Edén.
… Sobre la tibia mañana el alba se dejaba ver y tras amaneceres fríos el invierno dejó paso al verano. Una fina lluvia se había instalado en el Edén. Ya no lo soportaba más, tenía que salir, el viento empujaba a la lluvia y hacía imposible mantener el paraguas entero; una fuerte ráfaga terminó con él. La lluvia y la arena golpeaba sobre sus piernas, que llevaba descubiertas, y le parecían diminutos proyectiles que se estrellaban sobre su blanca piel, aun así se dejó mojar y continuó su paseo.
Cerca de la orilla, y protegido por las rocas, se levantaba un refugio que alguien en algún momento había construido. Una pequeña cabaña de madera que dejaba ver el paso del tiempo. Lo extraño era que continuara en pie. Cuando llegaban las mareas vivas el agua inundaba el acceso y las enfurecidas olas la golpeaban con fuerza. Las ventanas estaban tapadas con gruesas contraventanas y la puerta de entrada se situaba en contra de la mar, cuando las olas eran fuertes, estas tomaban posesión del lugar. Ahora la bajamar dejaba entrar en la casa sin dificultad.
Volvió a mirar de forma minuciosa la llave hueca que había encontrado en su casa dentro de un viejo abrigo de su padre. Iba unida a un llavero, también metálico, con las palabras: «Casa de la playa», grabadas en él. La puerta se dejó hacer y no ofreció resistencia, al contrario de lo que en un principio había creído. Corrió las ajadas cortinas amarillentas, abrió una de las ventanas y una ráfaga de aire cálido penetró mezclado con la lluvia. Era la primera vez, desde que llegara, que entraba en la cabaña; tenía vagos recuerdos de su niñez en las que se veía en ella, pero apenas la recordaba. Estudió cada rincón de la pequeña estancia, no más de 35 m² en la planta baja, una escalera en la esquina derecha llevaba hasta la parte superior. Subió por ella y empujó la pequeña plataforma en el techo que daba acceso al tejado. Por lo que se veía desde el exterior daba la impresión de ser un pequeño habitáculo, y así era, una persona de estatura media, como ella, no entraría de pie. Un pequeño camastro ocupaba prácticamente todo el hueco. A Esperanza le dio la impresión de que estaba violando el lugar, pues seguramente sería la primera vez en muchos años que la luz penetraba en ese recinto. Cerró la trampilla y bajó.
Abrió la otra ventana y pudo ver con claridad la cabaña: una pequeña chimenea presidía la estancia y la cocina se alimentaba del fuego de esta y una mesa de madera, frente a ella, con un par de sillas. No había signos de que hubiera electricidad ni agua potable. Fuera había un pequeño manantial, que abastecería las necesidades de sus habitantes.
Lo que más le llamó la atención fue el ala este, una biblioteca se alzaba majestuosa, parecía estar fuera de lugar y lo más sorprendente era que un pequeño libro seguía en su sitio. Parecía más un diario que un libro. Lo cogió y lo abrió al azar. Estaba escrito a mano y con una magnífica caligrafía. Leyó un poco:
—«Te versaré cada mañana, y con mis manos dibujaré sobre el suave lienzo de tu piel un nuevo día.
Alzaré imperios y construiré castillos, y en sus muros escribiré mis lamentos, para que al verlos sepas que en él nuestro hogar construyo.
¡Silencio! Escucha los secretos que la noche te dice entre susurros.
Atrevida inocencia de pedirte lo que por derecho le pertenece.
Bella oscuridad que esconde secretos tras sus muros.
Secretos que gritan tu nombre: Esperanza, bonita palabra y tan llena de interrogantes».
—Un momento —pensó— ¿Esperanza? No te vuelvas loca, Espe, es pura coincidencia —continuó leyendo:
—«Soy de frío y viento, de lluvia y noches.
Tras su estela llega, cabalga ligera en el alba, se la intuye, se la siente, se la huele, pero nunca se ve. Es la oscuridad que recorre tu piel, atrapa cada latido que de mi pecho escapa, trepa deseada por mi cuerpo y arde en una llama que tan solo se consume con el beso de unos labios que desesperados atrapan el aire que envuelve tu alma.
Yo, que provengo del rincón más obscuro del infierno, desesperado aferro los besos que recibo
Tú, que eres el suspiro de un ángel, me regalas el aire de tus níveas alas.
Existes porque eres amor, yo soy eterno, porque ya mi alma murió».
Un escalofrío recorrió su espalda, como si alguien hubiera echado su aliento sobre ella, el vello de su nuca se erizó y un espasmo le hizo girar su cuerpo. Las cortinas parecían seguir al aire que las empujaba hacia afuera para acto seguido volver a su sitio. Cerró el libro de golpe y miles de partículas de polvo, acumuladas durante años, se esparcieron haciéndola estornudar. Escuchó un pequeño sonido que provenía del pequeño cuarto en la planta superior. No se atrevió a moverse. Permaneció en silencio y volvió a escuchar diminutos pasos correteando. Sopló aliviada y sonrió —que tonta había sido, seguramente sería algún animal, una gaviota o algún pequeño roedor—. Pensó. Volvió a dejar el diario en el lugar en el que había descansado durante años, pensando que si no se había movido durante tanto tiempo ya no lo haría —ese lugar necesitaba una limpieza—. Se dijo y como si la casa escuchara se volvió a escuchar los sonidos en la parte alta. Esbozó una sonrisa y pensó que también taparía los huecos para que no entraran intrusos. Cerró las contras y las ventanas y agarrando las cortinas pensó que ya de paso sería bueno sustituirlas. Si, lo había decidido, de esa forma se mantendría ocupada y, quién sabe, ese lugar sería un buen espacio de lectura, incluso podría retomar su afición por la escritura que tanto tiempo hacía que lo tenía aparcado. Abrió la puerta y antes de cerrar echó un último vistazo. La cabaña tenía su encanto, solo necesitaba un poco de limpieza…
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