La última noche.




Contemplaba la ciudad tras los cristales. Un fuerte aguacero había hecho que las calles quedaran desiertas. De vez en cuando pasaba algún valiente que cruzaba la avenida o alguna pareja que bajo el refugio del paraguas no eran conscientes de la tormenta. 
Esa noche no podría pegar ojo, así que un café sería perfecto, pero la camarera pareció no escuchar. 
La puerta se abrió de golpe y el viento se coló llevando consigo unas cuantas hojas y a una mujer escondida tras un sombrero y un rojo abrigo hasta los tobillos, igual de rojos que sus labios y su pelo. Su paso era firme. Haciéndose notar a cada golpe de tacón. El aire parecía envolverla y el espacio se movía a su alrededor. Era consciente de que era el blanco de las miradas. Paseó su vista por el establecimiento. Él la miraba, ella se la devolvió y dirigió sus pasos hasta su mesa.
—¿Puedo sentarme? —preguntó sabiendo la respuesta, pues mientras la formulaba apartaba la silla y se sentaba.
Ahora parecía ignorarle, mirando la calle como lo había hecho él minutos antes.
»¿Sabes a qué he venido? —continuaba sin mirarle. Encendió un cigarrillo y esta vez sí fijó su vista.
—Está prohibido fumar —antes de terminar de decirlo se dio cuenta de lo estúpida que había sido la frase—. Te estaba esperando. Cada noche vengo hasta este bar y cada noche espero que cruces esa acera. Hoy, como aquella noche, llueve. Hoy, como aquella noche, te esperaba en esta mesa, pero nunca llegaste. Sabes que te odié por ello.
»Sabes que sigo recordando aquel año, lugares que se convirtieron en fotos; sabes que continuo en aquel otoño, recordando silencios y suspiros; sigo en aquel octubre cuando las tardes se volvieron noches y las noches mañanas; continúo recordando esa inolvidable semana, semana de aromas, de miradas que no puedo olvidar, palabras que mi mente repite sin cesar, caricias que aún puedo disfrutar; sigo anclado en ese día, en el que la noche ya no era solo mía. Había besos que saborear en esa noche que fue principio y final. Elegiste el rojo para hablarme, para que no olvidase que la melancolía viene y va sin avisar.
»Me dejaste solo y esperando una respuesta.
—Y aquí estoy para dártela. Mira esa calle. Llueve y está vacía. Igual que tu corazón, oscuro y con lágrimas. Yo me fui, pero tú aún sigues aquí. Esto no tiene que ser el final. Si permaneces aquí tu alma se consumirá como este cigarro.
—¿Puedo irme contigo?
—Sabes la respuesta.
Se marchó y tras sus pasos las luces del viejo bar se fueron apagando. Toda la gente fue desapareciendo hasta que al final no quedó más que él y el dueño del establecimiento.
Al apagar las últimas luces la silueta del hombre se dibujaba en el cristal, debido al vaho, que noche tras noche quedaba marcado. Había pasado mucho tiempo, pero aún recordaba la pareja que se acurrucaba en su mesa preferida, y como ese accidente frente al local acabó con ella. El corazón del pobre hombre no lo resistió. Desde esa noche esa mesa está reservada.

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