Superluna.




... Tras varias noches en vela,  la vieron aparecer. La brisa de la mar hacía levitar su vestido, que era visible gracias a la luna y su reflejo en el agua, que como un espejo alumbraba la orilla de la playa. Aritz se deleitaba viendo a la mujer caminar. Era preciosa y alguien así no merecía morir. 
Hasta Aitziber sintió algo que nunca antes había percibido. También deseaba a esa mujer y esa maravillosa estampa ayudaba. ¿Cómo alguien podía desear que una mujer así fuera asesinada?
Esperaron a que se fuera acercando. Debería ser rápido antes de que ella fuera consciente de qué estaba sucediendo.
La casa de la playa parecía advertir a su dueña que no se acercara, pues sus paredes se quejaron y la puerta comenzó a golpearse. El viento comenzaba a arreciar, aunque la noche seguía tranquila, las olas se hacían dueñas del paseo. La superluna tenía parte de culpa. Eran mareas vivas y ahora tocaba pleamar.
La mujer se detuvo observando a las dos figuras que estaban plantadas delante, mirándola. Vio que se trataba de los nuevos inquilinos y se acercó. Algo en ellos le decía que no se fiara, aunque no sabía cuál podía ser el motivo. Se detuvo a varios metros.
—Bonita noche. ¿No les parece? —quiso disimular y ser amable. Esperaba que fueran ellos los que se acercaran si querían algo.
Miraban a la mujer sin atreverse a hablar. Fue Aitziber quien rompió el silencio.
—Sí, la noche está preciosa para pasear —se fue acercando sin prisa. No quería que se diera cuenta. Aritz hizo lo mismo, pero rodeándola.
—Chicos —dijo sonriente—. ¿Quién ha sido? ¿Mi marido? Sí, claro, quién si no —frenaron de pronto. No esperaban esa reacción—. Os diré que no os va a ser fácil. Llevo muchos años intentando llevar una vida tranquila.
—No tenemos otra opción —señaló Aritz.
—¿Os tiene bien pillados, eh? Sí, él es así. Lo deja todo bien atado. Como a mí. Averigua vuestras debilidades y las utiliza, pero debéis saber que él nunca deja ningún cabo suelto. Y vosotros sois cabos sueltos.
—Nos lo imaginamos —dijo Aitziber. Ya estaban muy cerca.
—¿Quién lo hará? ¿Tú? —señaló a Aritz—. ¿O tú? —dijo al tiempo que sujetaba a Aitziber por debajo de la axila y por la otra mano, metía su cadera y la proyectaba hacia su compañero. Aritz se retiraba, aunque no fue más rápido que el pie de Enara, que impactaba en su pecho.
—No sois más que unos niñatos. Si me hubierais conocido hace unos años estaríais muertos.
Se dio la vuelta para marcharse. Estaba tan segura que no miró hacia atrás.
Aitziber salió corriendo tras ella. Llevaba un cuchillo dentado. Enara había perdido las facultades de su juventud y no fue lo rápida que le hubiera gustado. Notó como penetraba en un costado. Aulló más que gritar y ante los ojos incrédulos de Aitziber la mujer comenzó su metamorfosis. Su cara comenzó un rápido estiramiento. Sus piernas y brazos se llenaron de pelo. Un pelo grueso y oscuro, y sus dientes crecieron, así como sus orejas.
Para Enara fue más que un cambio. Hacía tanto tiempo que no se transformaba, que ya no lo recordaba. Siempre duele, los huesos se rompen y recomponen, los órganos se deforman, la carne se abre y los pensamientos se confunden. Es una lucha entre la bestia y la mujer, donde siempre gana la bestia y en ocasiones apenas hay una fina linea entre animal y humano. El mundo cambia a tu alrededor. Los sonidos se intensifican, los aromas parecen infinitos, el olfato ahora pasa a ser el principal órgano y el mundo pasa de un intenso color, al blanco y negro, donde la sangre es el único color que reconoce.
Aitziber cayó de espaldas a la arena y si no llega a ser por Aritz que tiró de ella, la zarpa de la loba la hubiera abierto el vientre. Volvió a aullar mientras se retiraba el cuchillo, poco después ya había completado la transformación y una gran loba les miraba hambrienta, Aitziber vio algo que no olvidaría, algo en sus ojos le decía que aún quedaba algo de humana en esa loba.
Aritz sacó el revolver que temblaba en su mano. Ella le hizo bajar el arma y la loba escapó perdiéndose en el bosque. Escucharon muchas llamadas de otros lobos, que parecían lamentar lo sucedido.
—¿Qué mierda ha sido eso?
—No tengo ni puta idea, Aritz. Yo siempre creí que eran cuentos para asustar a los niños.
—¡Nos largamos, Aitziber! ¡Qué les jodan, qué les jodan a todos! Este pueblo está maldito! Volvamos dentro y mañana por la mañana nos piramos.
Cerraron con los pestillos y colocaron la mesa y las sillas tras la puerta. Subieron al piso superior y cerraron la trampilla.
Ninguno de los dos quisieron cerrar los ojos. Cualquier sonido los alteraba y el crujir de la madera les mantenía alerta.
Pasaban las horas y los párpados pesaban, fue en ese momento, cuando escucharon unos pequeños pasos en el tejado. Alguien o algo se desplazaba por él. Unos tímidos pasos al principio, luego la cosa se intensificó. Se quedaron muy quietos y en silencio y los pasos se detuvieron. Tres golpes secos en la puerta.
Aitziber se agarraba fuerte a Aritz. Él no fue consciente hasta que se sobresaltó al escuchar un aullido y se lo soltó. Las uñas se habían clavado en su bíceps.
—¡¡¡Déjanos en paz!!! —gritó Aitziber. Se hizo el silencio durante unos segundos y luego le siguieron unos desgarradores aullidos. Había más de uno. Les dio la sensación de que si no entraban era porque no querían. Luego se hizo el silencio, que era más desgarrador que el sonido. No se atrevieron a moverse, y así, abrazados, transcurrieron la noche y teniendo ser devorados por un ser que horas antes ni siquiera sabían que existía... 

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