La anciana.
El día despierta y el sol le descubre dormido. Acompaña a sus movimientos la sombra que produce su cuerpo al atravesar la estancia. Un millón de diminutas partículas parecen escapar al atravesar el rayo de sol la habitación.
Ve que en la encimera una jarra de café le espera. Se levanta del frío suelo agarrándose a la manilla del horno.
Siente un intenso dolor en un costado. No recuerda nada de la noche anterior. ¿Llegó a ese lugar escapando? Ni siquiera consigue adivinar de qué huía. Junto a la jarra de café hay un platillo con dos pastas de te, una de ellas empezada y junto a estas un revolver descansa con el cilindro abierto, los casquillos yacen esparcidos por la cocina, lo mismo que dos botellas de vodka. No ve cuerpos alrededor. Mira por la ventana y un par de fiambres se pudren al sol.
Hace crujir su cansado cuello y se sienta, intenta beber el café, pero acaba escupiéndolo, está demasiado amargo. Echa un vistazo a su agenda, en la última página hay una nota escrita por él: «La anciana de la cabaña del flaco».
Comienza a recordar. El encargo era ese, pero ¿dónde estaba la vieja?
La puerta se abre y entra una mujer mayor empujando un carrito mientras canturrea. Se acerca a él y le sonríe.
—¿Que ha sucedido? —le pregunta a la anciana. Esta le ofrece un te y unas pastas que lleva en el carrito.
—No lo sé. Tú me pediste que me quedara dentro y eso hice.
No logra recordar. Es como si se hubiera bebido las dos botellas, pero tampoco recuerda eso.
Él bebe despacio, degustando el te y devorando las pastas. Le da las gracias y se sienta en el sofá con la anciana.
De pronto siente nauseas. Comienza a sudar y la vista se le nubla.
—¿Qué me has hecho? —consigue decir entre temblores.
—Lo que tú querías hacerme a mí. No te resistas, será peor…
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