Otra oportunidad.




Sentado en el viejo banco del parque ve cómo las nubes cubren a un sol que va dejando paso al ocaso. El hombre, vestido con su también viejo, pero pulcro y bien cuidado traje gris y su sombrero del mismo color, recuerda esos años en el que jugaba junto a la orilla del lago. Bajaban dando volteretas por la ladera del parque hasta llegar a la orilla. Eran tiempos felices, recuerdos marcados por la pronta desaparición de sus padres. Se lo llevaron lejos, al lugar donde el sol no sale y los recuerdos se vuelven un deseo y el deseo se convierte en odio.
Aquel niño también murió aquel fatídico verano. Dicen que el tiempo lo cura todo, pero lo único que hace es tapar la herida igual que lo hace un tirita. Esa tirita se desprendió hacía ya mucho. El tiempo pasó y la herida no cicatrizaba, el niño se hizo mayor, demasiado mayor para que le ayudaran, se vio en medio de una ciudad que le engulló sin compasión. La vida lo trató mal, pero él tampoco supo qué hacer con lo que le ofrecía.
Se deshizo de sus zapatos nuevos, con delicadeza, desatándolos con mucho cuidado los colocó a un lado del banco y puso encima su sombrero, también recién comprado en el mercadillo, cuando le echaron de la cárcel. ¿Qué haría ahora en un mundo que ya no conoce? 
Se acercó al lago y fue entrando en sus frías aguas.
—¡Señor! —Era la voz de un joven—. ¿Son suyos estos zapatos? Son de mi número. ¿Me los puedo quedar?
El hombre se volvió y vio a un chaval que le recordaba a él. Estaba igual de perdido que el día que a él lo echaron del reformatorio.
—¿Estás solo? —le preguntó, aun sabiendo la respuesta.
—Sí, señor.
El hombre pensó que ambos merecían una oportunidad. —«Quizá no esté todo perdido» —pensó el hombre—. «Al menos para él».
El hombre extendió la mano al joven.
—Me llamo Xabier, ¿Y tú? ... 

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