Rumores.




… Salieron a la calle. El barrio se despertaba y los coches comenzaban su lento ronroneo para llevar al trabajo a sus ocupantes y al colegio a los más pequeños. El rocío había mojado la hierba, que ahora pisaban en un barrio de casas unifamiliares. Cuando Lucas entró por primera vez allí, recordaba, que los primeros días le costaba llegar a casa, pues todas las calles y casas eran iguales. Con el tiempo, cada habitante fue introduciendo pequeños detalles que los diferenciaban, aunque un foráneo seguiría sin encontrar diferencias. Para Lucas, cada casa tenía su propia firma. Mari, por ejemplo, tenía el porche con más sitio para las plantas que para ella y la buganvilla se esparcía por su fachada este, creando un puente natural de color morado, así como una vid en la entrada que había crecido tanto que los críos del barrio corrían a coger las uvas cuando ella se hacía la despistada; ¿cómo perderse? Él, en cambio, tenía una casa limpia, pero fría, tan solo un columpio de madera en el porche que usaba en las noches de insomnio, que cada vez eran más frecuentes.
Al pasar por la casa de Fran y Reme, en el número 38, una casa descuidada, donde el jardín había crecido y la vaya de separación necesitaba una mano de pintura con urgencia. Lucas observó dos pares de ojos que los miraban, no tardarían en saber en la tienda de ultramarinos El Edén, donde más que hacer la compra, se reunían unas cuantas almas solitarias y aburridas, para contarse las últimas novedades del barrio.
Aunque no eran más que un pequeño porcentaje de las viviendas, tenían más fuerza que el resto a la hora de las reuniones de vecinos, y el presidente, un abogado jubilado con ínfulas de juez, hacía más caso a esas rumorologías que a lo que quisiera la mayoría, y al final se terminaba aceptando lo que ese club de viejos amargados decían. Y ahora se estaría fraguando una historia de cuernos, lo cual a mí no me importaba, pero a Mari…, bueno, a ella tampoco.
Recuerdo hace un par de meses que en el viejo castaño de indias, aparcado entre la calle de Chile y la de Brasil, apareció un nido de cotorras argentinas; los pocos niños que hay en el barrio se interesaron y comenzaron a fotografiarlo con expectación. Todos nos hicimos padres adoptivos de esos huevos. Vimos cómo la pareja de cotorras fue construyendo su nido y cómo les llevaban comida cuando estos nacieron.
Fue algo de lo que todo el mundo hablaba, recuerdo que había gente con la que nunca había cruzado una sola palabra desde que llegué al barrio y esa era una excusa perfecta para entablar una conversación mientras esperábamos en la cola del súper. Poco después, cuando los pájaros comenzaron con su estridente canto a no dejarnos descansar, decidimos espantarlas. Lo hicimos a tiempo, pues no sucedió lo mismo en otras partes de la ciudad, que ahora no saben qué hacer con ellas, además de echar del lugar a las aves autóctonas.
Desde entonces no había muchas oportunidades de entablar conversación con ciertos elementos, pero seguro que ahora nosotros seríamos esa conversación. Esperaba que no hiciaran con nosotros lo mismo que hicimos con las cotorras…

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