El deseo

    Nunca había sentido el amor. Quería un amor de esos, como en las novelas románticas, de película, de esos que dicen que sientes mariposas en el estomago, de los que no te dejan dormir. Un amor de ni contigo ni sin ti, de muero si no estás.
Soñaba con su príncipe azul, aunque también se conformaba con un sapo que la quisiera y le cantara en esas madrugadas en vela. La verdad es que Amanda ya no exigía, ya no. Cada noche se asomaba a la ventana y miraba al cielo en los días estrellados y pedía al buen Dios que le concediera un milagro, se hacía mayor y ya sin amigas con las que poder compartir charlas, risas y confidencias, se habían ido casando y separando poco a poco de su vida. 

—«Esta noche las perseidas nos visitarán como nunca lo han hecho». —Anunció el locutor en la emisora local—. «Salid y disfrutad de ese fantástico espectáculo».
Amanda pensó en lo que decían sobre pedir un deseo cuando ves una estrella fugaz, pensó que si escribía una carta y se la enseñaba, se cumpliría y así lo hizo.
Después de escribirla salió a la ventana y miró hacia el cielo. La primera media hora no vio nada, el cielo estaba completamente despejado y las únicas luces que veía eran las estrellas y un sinfín de luciérnagas que hacían de los jardines un lugar mágico. Decidió leer la carta de amor que había escrito.


«Sueño que vivo contigo en mi paraíso
Vivo contigo en mi sueño
Vivir contigo sería mi sueño
Mi amor por ti no quiero que sea un sueño.
Sueño que estás conmigo en mi vida.
Que eres mi vida, mi alma, mi luz, y no es un Sueño.

Abrazarte tan fuerte que no exista el aire entre nosotros
Abrazarte tan fuerte que me eches de menos cuando no te mire
Abrazarte tan fuerte que mi alma se funda con la tuya
Abrazarte tan fuerte que nuestros cuerpos sean uno solo».


Miró hacia el cielo y en ese momento las «lágrimas de San Lorenzo» comenzaban su espectáculo de danza, tan abstraída estaba que la carta voló de sus manos y una ráfaga de aire, proveniente de no se sabe que lugar mágico, hizo que la misiva alzase el vuelo, las carta parecía tener vida propia y que no iba a parar nunca.
Corrió escaleras abajo, cruzó el jardín y paró para ver que dirección tomaba, pero lo único que vio fue el cielo con sus parpadeantes estrellas que parecían guiñarle el ojo, como si el firmamento se estuviera riendo de ella, no quería que alguien encontrara la carta y se estuvieran riendo de ella durante el resto de su vida, buscó por el jardín, salió a la acera e incluso debajo de los coches aparcados y nada.
—¿Buscas esto? —dijo unas voz de mujer desde dentro de un coche. —Ha venido volando.
Amanda miraba a la mujer con la boca abierta, no sabía qué decir, su vergüenza era tanta que no podía articular palabra.
—Es muy bonita, qué suerte tiene. —Extendió la mano por la ventanilla para entregársela—. Perdone que la haya leído.
—No importa. Total nadie más que usted la va a leer.
Cuando Amanda se acercó para coger la carta se dio cuenta que la mujer estaba llorando.
—¿Le ocurre algo?
—No se preocupe, mal de amores, nada que no tenga solución. —Salió del coche y tras secarse las lágrimas se presentó. —Yolanda.
—Amanda.
—¿Por qué dices que nadie la va a leer?
—Es una tontería, he pedido un deseo a las estrellas pidiendo un príncipe azul y ya ves, creo que no saben leer y me han traído hasta ti.
—Ja, ja, ja. —reía Yolanda—. Querida... los príncipes azules no existen y yo ya perdí mi trono, pero quizá me aceptes como amiga.
—Claro, pero te advierto que a mí me gustan los príncipes, nunca he estado con una princesa.
—Todo se irá viendo, cariño. Además, todas las mujeres somos princesas—. Se acercó a Amanda y la besó, ella no ser apartó.
—Hace una bonita noche, ¿damos una vuelta? —Se agarraron de la mano y caminaron juntas. Amanda sonrió al cielo y el universo seguía guiñándole los ojos, miró la carta, hizo una bola con ella y la tiró.
—Era muy bonita.
—No, era muy cursi.
Rieron las dos.
   

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